miércoles, 6 de julio de 2011

Tristes desencuentros nocturnos

Jean y Julie sólo eran dos más dentro de la colección de nombres que configuraban la relación de amigos de Roto y Descosido además de otros tantos que nunca se manifestaban por ser recatados o por no existir. Entre estos también estaba Nora, que traía todo el tiempo con su falda escocesa, y Merel que siempre se disculpaba -pobre Merel, no tuvo la culpa-. Aquel era el tiempo compuesto en el que Roto recitaba castillos insecticidas y Descosido tamborileaba tangos suizos mientras todos aullaban como vikingos castadros. Pero todo eso fue como todo lo fue antes de cambiar y dejar de ser, y el hecho es que pese a que tenían que encontrarse unos a otros terminaron por desencontrarse otros a unos, así es.

Y recuerdan que allí estaba Charlie, que olía cojo. Daba igual dónde estuviera o en que luna hubiera caído, siempre olía cojo. Se acercaba a la rebeca de su tía Asunción y ésta le olía a cojo, ante el gazpacho casero de Svetlana se confesaba sintiendo un hedor a cojo terrible, atravesaba avenidas perfumadas de piruletas y le llegaba un aire a cojo sistemático, olía a cojo sin descanso. Pero es que desde pequeño ya tropezaba de nariz y lo decía la tía Asunción que si no vigilábamos ese niño iba a terminar por oler cojo. O también estaba Julie, que era una exploradora volátil de canciones, dándoles a todos un trabajo de aúpa cada vez que se perdía durante semanas entre boleros y milongas. Simplemente se encerraba allí y buceaba entre corcheas hasta que un día la punta doblada de una semifusa cortada la hizo desaparecer entre canciones de marineros y adiós hasta la vista te quedaste en un nombre.

Resumiendo o lloveré, que allí se reunían para deshacer iglús mientras a Jean le daba por hacerles fotos decimonónicas donde aparecían todos con capa y espada y parecía que incluso podían pasar esa frontera de los dientes sucios y la tímidez postiza. Pero no, ese era ya el tiempo feliz del París de los años 30 y hasta Vian se pasaba por allí disfrazado con un cornetín y un cuentito. Pese a ello los desencuentros llegaron y perduraron, las citas se espaciaron y la REALIDAD dio gota a gota con cada uno de ellos, como una constante percusión de olvido, y se prohibió sonreir o cazar ballenas en cada Café (con mayúsculas, como lo justificó Gómez de la Serna). Y esos amigos que nunca existieron llegaron por desaparecer y el pobre Merel no tuvo la culpa de como terminó todo, mientras que Charlie tuvo que esconder su cojera como Roto su tercera oreja, y ya se camuflaron de normales para no llevar la dichosa estrella en su brazo. Y de la metafísica del silencio se pasó a la práctica del arroz con leche. Mientras que de esos encuentros solo quedó el anhelo de haber entrevisto el amanecer de un tiempo que nunca fue dejándoles a todos con el culo al aire y las orejas bajo la camisa. Al poco los centuriones empezaron a cruzar las avenida y ya sabemos lo de Sócrates.

Y claro, estaba lo de la REALIDAD, que fue llegando y a Nora no se la vio nunca más con esa minifalda tan sugestiva, y ¡ay! pobre Merel. Dicen que Nora se fue con un oficial Real y que Jean vendió su máquina de fotos por un cronómetro de trabajo, que se quemaron las servilletas y se olvidaron los castillos mientras Roto y Descosido paseaban de Café en Café desencontrando ese tiempo en el que soñaban llegar a Oz y pedir la resurrección de Nerón. Pero de eso ya sólo se acuerda alguna colilla amputada de un cenicero descantillado, y así sucesivamente.

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