domingo, 1 de enero de 2012

El bulevar de los sueños Rotos. Premio Nobel de Castillos en al aire.

¿Cómo contar algo que se soñó en el intervalo de un ronquido descantillado y apnético? ¿cómo acabaría algo que ni en su mitad tuvo sentido ni consuelo? Aun así todos tenemos nuestras magdalenas y consuelos.

Entre bosques barbudos y ramas canosas de puntas refinadas, Roto se abría paso a gorrazos y zanahorias. Era el atardecer en palacio y un reloj sombreaba el tiempo con mala baba, era tarde. Dentro, una banda de mapaches eléctricos chasqueaba una comparsa que hacía tambalear a los antifaces con corbata y monóculo en los dientes. Y es que ese parecía el gran día esperado por cualquier hijo de vecino arquitecto que anhela y no sueña porque soñar ya sueña ahora Roto: le daban el premio Nobel de arquitectura de castillos en el aire.

Sin lugar a Judas, duros habían sido los competidores, pero eso Roto no lo recordaba mientras los aplausos se derramaban como guirnaldas verbeneras. Sólo recordaba todas las tardes que pasó panza al sol mirando y reconociendo las nubes con sus arcos, sus bóvedas imantadas de vapor, los huecos y sus problemas de silesio. Es más, les hablaba, las olía y las esperaba a discreción por vocación que no por indigestión, y todo eso sin sal, construyendo escaleras vacías hasta ellas. Todo eso pensaba Roto y en cómo le echaron de la facultad y perdió su beca al mismo tiempo que goteras de elogios caían a sus pies, encharcando la alfombra azul llena de zapatos negros.

Vertiginoso resultaba el sonido de los muslos de las viejas cacatúas chocando, como el de los viejos carcomidos que lanzaban cañonazos que hacían saltar algún que otro pecho que caía gelatinoso, blop, salido de un escote anarquista. Y mientras Roto, siempre Roto, más castañuelado que una perdiz, más perdiz que gavilán y los ojos bailando un fox-trot, pudo llegar hasta el atril en el mismo momento en el que las manos empezaban a quedarse afónicas. E incluso las arañas impostadas en sus palcos esperaban tamaño discurso de menudo personaje, el cual salió telegrafiado a cañonazos:

“De las nubes en los charcos y los charcos en los baños aprendí que hay cosas tangibles y físicas, hay el costillar de un buey y los taxis, hay escuelas cuadradas y cuadradas esquinas. Pero hay también la geometría de lo que no es, de aquello redondo por sus cuatros costados y hueco como un grito. Yo elegí lo segundo, elegí lo vacío porque lo vacío no te puede atrapar, elegí no caer en ningún cubo ni achicar mis lados, ladear solo el timbre de mi pensamiento para que no se diera de bruces con vosotros, hacer saltar mis castillos hasta el aire para volarlos al caer.

Mis castillos se hicieron de arterias con averías, de hilos de espuma y laurel. Y sin paciencia ni metrómo.

Todo empezó en la facultad, con una nube que bostezaba en el patio y que ajunté a otra y a otra y a otra de más allá a base de vocales y pedazos de cartón de bingo con todos los números el 22, les vomité un sueño y quedó todo mal. Así que lo dejé y seguí al instante, porqué más vale castillo en el aire que pozo en el lodazal.

Y sin compás ni diptongo seguí construyendo para demostrar que aún con alas quebradas, barcos ebrios o molinos iracundos, uno siempre podrá encontrar otro sitio a más de 10.000 metros sobre la tierra desde donde poder escupir sobre la calva de los cretinos. Todo eso pasó o me lo contaron, y después ya vino lo de las volutas y las plaquetas YTONG de 7cm de espesor y todo se fue por los suelos; y menos mal de mi ángel de la guarda y su avión de hélices que me permite todavía volar y ver las ruinas de aquello que solo intuí ver y nadie puede escuchar.

Y aun así siempre tuve un sueño..”


Sueño² de Roto:

“Soñé con perpetrar una fábrica de nubes, el Henry Ford de los nubarrones, una fastuosa superproducción sin niños ni monjes, una simple y bella facturación espumosa que cubriera dedal a dedal todo el cielo creado desde el verbo y estuviera edificado donde nunca nos vieron, aunque estuviéramos. Y arropar todo el firmamento hasta que no nos dejara ver todo eso que hay debajo, toda esa realidad que nos grita con árboles en punta y farolas que se van a disparar. Blindarnos de las cucharas para enterrarlo todo en algodón y descansad sin paz allá abajo, rodeándonos después de un blanco más y más espeso que nos impidiera ver al vecino puesto que a la semana sería un vecino más que se volvería real. Olvidarnos de todo lo que viéramos y que nada fuera reconocible, y dejar que el blanco se extendiera hasta que fueran nuestros pies el horizonte y el muro de nuestras palabras, consumirnos hacia dentro hasta desaparecer en un parpadeo que no molestara ni doliera a los demás, desvanecerse anónimos dentro de una nube que se desperezaría en la primera hora de una mañana con sacarina”.

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